Alguna vez... la felicidad...

Si alguna vez has sentido felicidad, ¿no te habría gustado ser capaz de apresar ese instante para siempre?
La Felicidad pensaba que el mundo se había creado exactamente para ella, quizás alguien había mezclado sus preferencias con sus mejores deseos para hacer de la suya una realidad perfecta, acertada hasta el más mínimo detalle llegando a convertirse casi en una proyección de lo mejor de sí misma. Cierta noche la Curiosidad llamó inesperadamente a su puerta para contarle que había descubierto un claro por el que podía adivinarse un pequeño camino, demasiado tentador para que la Felicidad no quisiera saber hasta dónde podría llevarle.
Consultaron a la Intuición que sin dudar dio su aprobación y animada por los sabios consejos del Valor, La Felicidad decidió probar suerte y comenzar su aventura. No muy lejos de allí, habitaba la Tristeza, en un lugar ensombrecido en el que cada día dejaba de brillar el sol y las noches se hacían tan largas como un mal sueño. Difícil encontrar un lugar donde poder descansar en aquel paraje tan inhóspito. Al caer la tarde, la Tristeza recibió la visita de las Sombras alertándola de que habían sido alcanzadas por una lejana luz que se colaba por un hueco entre los arbustos. El Misterio, que ya sabía de la existencia de esta extraña senda, lanzó una fría mirada a la Tristeza con la que casi la obligaba a marchar. Fue entonces cuando la Impotencia le hizo pensar que tal vez fuera buena salida.
La Felicidad avanzaba decidida y sonriente, disfrutando del color de cada piedra del camino, del olor de cada flor, del brillo de cada hoja, de la magia de cada rayo de luna que jugaba entre las ramas de los árboles. La Tristeza deambulaba asustada y estremecida, con pasos cobardes que intentaban adivinar la superficie antes de tocarla, mirando constantemente hacia atrás, arrepintiéndose de cada pisada e imaginándose al acecho de terribles sombras monstruosas. Siguiendo cada una su camino, casualmente ambas llegaron hasta un pequeño claro que se abría en el bosque.
La Felicidad pensó que quizás ése era el lugar más bonito en el que jamás había estado. Se sentía reconfortada por la robustez de los fornidos árboles, adulada por la belleza de las flores que se entregaban a ella en una especie de bello ritual y agradecida a la música que le ofrecía el agua del pequeño arroyo a su paso entre las piedras. La Tristeza se sintió sobrecogida ante aquel claro tan trémulo, rodeada por gigantescos árboles sentía que intentaban apresarla, despreciada por aquellos privilegiados brotes de vivos colores que la miraban con desaire y sobrecogida por el imprevisible estrépito del arroyo que rompía el silencio. La Felicidad fue la primera en darse cuenta de que no estaba sola, la curiosidad se fundió con la alegría y sus ojos sonrieron.
La tristeza, en cambio, se refugió agazapada tras unos arbustos asomando su máscara de hierro envejecido con la que ocultaba su triste rostro, bajo la que podían intuirse sus labios retorcidos por el miedo. La Felicidad preguntó con voz alegre: ¿Quién eres? Sólo se oía el sonido del agua y el tímido temblor de las ramas del matorral tras el que se ocultaba la Tristeza. Tras preguntar varias veces sin obtener ninguna respuesta, solamente al cesante temblor de las ramas, la Felicidad dijo: "Sólo quiero ser tu amiga". La Tristeza al fin salió de su escondite, cabizbaja, casi avergonzada ante tantas muestras de felicidad que ella no alcanzaba entender. La Felicidad no encontraba motivos para la Tristeza, que no se atrevía a levantar su mirada del suelo, y le preguntó con su voz alegre: "¿No tienes amigos?". Sin dejar responder, comenzó a hablar la Felicidad: "Yo tengo muchos amigos. Mi amiga es la Alegría, que siempre me inunda de gratitud; la Risa, que me hace cosquillas en el estómago; la Inquietud, que me descubre cosas preciosas; la Sonrisa, que abre mis ojos al mundo; la Amabilidad, que me regala su afecto; la Locura, que embriaga mi espíritu; la Templanza, que me mantiene unida a la razón; la Sabiduría, que me conduce al más alto grado del conocimiento; el Entusiasmo, que todas las mañanas viene a despertarme; la Generosidad, a la que siempre agradezco su grandeza; la Sorpresa, que me maravilla con algo imprevisible; la Comprensión, que no necesita explicaciones; la Fortaleza, que me ayuda a encontrar lo que busco; la Sinceridad, que me muestra el lado más bello de las cosas.... También tengo otro gran amigo, el Amor, a quien quiero sin saber por qué".
La Tristeza había permanecido inmóvil escuchando cómo la Felicidad describía entusiasmada a sus amigos. "Háblame ahora de tus amigos", dijo la Felicidad. La Tristeza comenzó a hablar con su voz apagada: "Yo también tengo amigos. Mi amigo es el Dolor, cuya presencia ya pasa desapercibida; la Angustia, que me oprime sin motivos; el Temor, que me enseña todos los peligros; la Pena, que me desgarra las entrañas; el Desaliento, que merma mis fuerzas; la Compasión, que siempre me recuerda lo triste que soy; la Mentira, que engaña a mi alma; la Esperanza, que me aleja de la realidad; las Lágrimas, que riegan mi jardín de rosas secas y tallos de espinas; los Recuerdos, que alimentan mi pesar sin dejarme mirar hacia delante; la Soledad, que siempre me acompaña; la Decepción, que oscurece mis días; la Traición, que ensucia mi lealtad; la Envidia, que se regocija en mi desconsuelo".
La Felicidad escuchó atentamente sin borrar la sonrisa de sus labios y el misterio de sus ojos. Tras un corto silencio, roto por la inquietud y curiosidad de la Felicidad, dijo: "Antes de irte, quiero pedirte un favor". La Tristeza, sin levantar la vista del suelo, esbozó un sí no muy convencido. "Quiero ver tu rostro", dijo con voz pausada la Felicidad, en un intento de mostrar confianza en su tímida amiga. Tras dudarlo unos instantes, la Tristeza se acercó la mano hasta la cabeza y deslizó su máscara hacia atrás dejando al descubierto su rostro. Lentamente fue levantando la vista hasta encontrarse con al mirada exacta de la Felicidad. Los ojos de la Felicidad dejaron escapar algunas lágrimas mientras su boca dibujaba una amplia sonrisa. Los ojos de la Tristeza brillaron mientras su boca esbozaba un llanto comprimido. La Felicidad rápidamente reconoció el rostro de la Tristeza, tan igual al que veía todas las mañanas reflejado en el lago mientras se arreglaba dispuesta a pasar un día feliz, tan igual y, a la vez, tan distinto. La tristeza no alcanzaba a creer que la imagen que tenía delante guardaba una extraña y agradable similitud con aquella que tímidamente se asomaba a su charca antes de colocarse su máscara de hierro envejecido.
La Felicidad y la Tristeza dependen de la suerte y de la casualidad. La misma suerte que un día la Felicidad y la Tristeza decidieron tentar y la misma casualidad que hizo que ambas se cruzaran en el camino. La Felicidad y la Tristeza dependen, sobre todo, de los amigos que tengas.